30 de set. 2009

Cantautors











Això que en diuen estar enamorat
(Joan Manuel Serrat)

Això que en diuen estar enamorat
li toca a qui li toca.
El més prudent s'hi pot quedar amorrat
de quatre potes.

Més d'un científic ho ha catalogat
com una malaltia
que es cura en contacte amb la realitat
de cada dia.

Els arbres amaguen el bosc,
però és tan bonic que sembla mentida.
Sempre és el primer cop
i sempre deixa ferida.


S'atapeeix el cap. S'estova el cor.
De l'infern al nirvana.
Però té una cosa, potser, al seu favor:
no s'encomana.

Perquè això pugui prosperar
no n'hi ha prou amb una parella.
D'enamorats ho han d'estar
ella d'ell i ell d'ella.

El perseguim i ens persegueix, perquè
de tant en tant funciona.
És un instant, però aquest instant, només
aquesta estona,

és una traca que rebenta al pit.
És emplenar l'eternitat.
És parlar amb Déu. Atrapar l'infinit.
Això que en diuen estar enamorat.


Viure junts
(Raimon)

Com la llum per mirar
i la son per dormir,
com la nit per vetllar
i la pell per sentir.

Com la veu per cantar
i la vida per viure,
com l'aigua per nadar
i el paper per escriure.

Hem viscut junts, ben junts
ara fa ja molts anys,
qui sap què ens portarà,
què ens portarà demà.

Com el foc per cremar
i l'amor per patir,
com l'atzar per jugar
i l'amor per gaudir.

Com l'amor per tancar
i l'amor per fer lliure,
com l'amor per matar
i l'amor per reviure.

Hem viscut junts, ben junts
ara fa ja molts anys,
qui sap què ens portarà,
què ens portarà demà.

I volem viure junts
els temps nous que vindran
i volem lluitar junts
per tot el que hem lluitat.

Com l'amor,
com el foc,
com la veu,
com la llum.

14 de set. 2009

"La música clásica es el nuevo underground"


El crítico musical de la revista 'The New Yorker' Álex Ross ha escrito 'El ruido eterno', un ensayo de casi 800 páginas sobre la música clásica | "El dance de las discotecas no se entiende sin el vanguardismo"


La música clásica contiene en sus notas toda la historia del siglo XX. Para ayudarnos a leerla y para contagiarnos su entusiasmo por ella, Alex Ross, crítico musical de la revista The New Yorker, ha escrito las casi 800 páginas de El ruido eterno, ensayo que Seix Barral publicará el próximo día 22.


Ross, 41 años, licenciado en historia, residente en Manhattan y casado –en Canadá– con el actor y cineasta Jonathan Lisecki, fue la estrella invitada del festival cultural El Malpensante, celebrado este verano en Bogotá, donde conversó con este diario.

¿Ya no hay genios?
En otras épocas, se respiraba la atmósfera perfecta para que nacieran. En el siglo XX es más difícil, a causa de las nuevas tecnologías, el marketing y el auge de la música popular. Es un siglo de aparente declive, que ha alumbrado algunas obras poderosas, pero menos que antes. No estoy preocupado por ello.

¿Hay algún compositor a la altura de Beethoven o Mahler?
Pues no lo sé, la crítica se equivoca y el criterio de los contemporáneos nunca es el bueno. Mi trabajo es describir el modo en que me conmueven las composiciones actuales. El de los críticos del futuro, decidir qué se conserva y qué se arrumba.

¿Preferiría, musicalmente, vivir en el siglo XIX?
¡Nooo! El cambio de lenguaje fue necesario, no se podía repetir la música del XIX, al igual que no sucedió en la pintura. Cuando aparecieron Picasso, Matisse o Duchamp se creyó que la pintura había enloquecido, que se asistía al colapso del arte. Las primeras obras abstractas de Jackson Pollock fueron denostadas, pero con el tiempo han sido canonizadas. Se puede afirmar que el XX es el gran siglo de la pintura. Las películas más extrañas de David Lynch se estudian en las universidades. Y yo me pregunto: ¿por qué no mirar a la música con los mismos ojos? Con el tiempo se comprenderá mejor, tenemos mucho trecho por recorrer, hay muchas obras maestras del XX que la gente todavía rechaza.

¿Y por qué será?

A Brahms también le dijeron en su día que sus obras no interesaban, que era mejor lo antiguo. Soy un optimista musical, porque ya en el siglo XVI se decía que el género había muerto, que lo mejor ya estaba escrito. Y, tras Beethoven, llegaron otros. La música no se detiene.

Pero la música clásica no ocupa hoy el centro del debate cultural, ni siquiera un buen lugar.
Hoy no existe un único género musical dominante, lo que gusta a un público a otro le provoca dolores de cabeza, como el hip-hop, que divide tan violentamente a padres e hijos. Y la música clásica es el nuevo underground, su impacto en el mundo exterior es apenas perceptible. Puede sonar ridículo para algunos, pero es verdad. Está fuera del mainstream, y eso le da una potencialidad creativa enorme. Los jóvenes compositores tienen unas posibilidades y libertad tremendas. Junto a eso, tenemos las instituciones del establishment: los teatros de ópera, las sinfónicas, los conservatorios... todo ese diálogo crea una situación muy fluida y estimulante. Pero sí, mucha gente cree que el género empezó con Bach y acabó con Mahler y Puccini, se sorprenden al enterarse de que todavía existen compositores vivos.


De Schoenberg se suele decir que hacía música demasiado cerebral...

Existe una fuerte resistencia contra él y contra todo el lenguaje atonal que le siguió. En general solemos elogiar lo visceral porque la música es un medio muy físico, son ondulaciones del aire que nos afectan de un modo terriblemente directo, sus acordes se nos meten bajo la piel, nos atrapa, no podemos escapar de ella. Uno no puede huir, por ejemplo, de una sala de conciertos sin provocar un escándalo. Pero el problema con Schoenberg, para mí, es el contrario: su música es muy oscura, intensa y visceral. Carecía de cualquier idea de racionalización, su escritura era casi automática, realizada en un estado psicológico extremadamente violento, por ejemplo mientras su señora se acostaba con el pintor Richard Gerstl, que se ahorcó al poner ella fin a sus amoríos. Schoenberg tenía tentaciones suicidas y eso se refleja en su obra. Su música contiene las emociones más puras jamás escritas. Esa es la razón de que nos la encontremos tanto en las obras de terror y ciencia ficción. No podemos imaginarnos el 2001 de Kubrick sin la atonalidad. ¿Se imagina esa película con una música tonal, sí, mucho más rica pero incapaz de proporcionarnos esa sensación de transfiguración psicodélica? La misma música dance que bailan los jóvenes en las discotecas no se entiende sin el vanguardismo y el minimalismo. El problema fue que Schoenberg y sus apóstoles se pusieron a proclamar que la tonalidad había muerto y que la atonalidad era el único futuro de la música. Y las audiencias reaccionaron poniéndose fuertemente en contra, no tanto de la atonalidad sino del intento de borar del mapa toda aquella música anterior que tanto adoraban.

Usted se detiene en la figura del finlandés Jean Sibelius, compositor muy popular pero que, sumido en el pesimismo y la baja autoestima, destruyó su octava sinfonía.

Claro. Yo les digo a mis lectores: "Amigos, ustedes ya han escuchado la historia de la música moderna, narrada como una línea de progreso en la que cada compositor consigue un hito más. Yo, en cambio, me voy a detener también en autores que, bueno, no crearon un nuevo lenguaje pero que valen mucho la pena". Sibelius es extraordinario, fue romántico de un modo muy personal, veía la orquesta como un jardín de texturas, repleto de flores coloridas. También lo fue Benjamin Britten, que no abandonó nunca la tonalidad pero fue totalmente original. Yo digo: dejemos de lado este constante debate sobre qué camino es el correcto, porque todos los caminos son válidos, todos enamoran y forman parte del mismo tejido de la música moderna, también el jazz o el folk porque, en el siglo XX, los compositores lo han intentado absolutamente todo. Mi libro no trata solamente de la música clásica: aparecen Duke Ellington, Coltrane, los Beatles, grupos underground, de rock... El tema es la interrelación de la clásica con todo eso, configurando una amalgama de estilos, un entorno común, ya desde los años 20. Me interesan las intersecciones.

¿Cree que la música popular es de poca calidad?
No. Si se trabaja bien, es un material vibrante. Hay ejemplos de gran valor en lo popular, que ha nutrido a compositores como Leonard Bernstein, a los minimalistas o a Laurie Anderson, por ejemplo. Es una lástima que el talento afroamericano sobresalga en el jazz pero esté ausente de la música clásica, por una cuestión de racismo: les impedían cursar los estudios necesarios. Esa fue una gran oportunidad perdida, es un vacío muy grande. Hoy, encontramos muchos compositores jóvenes que están trabajando en la línea de fusionar el folk con lo clásico. Ya el mismo Mozart fue un maestro de la fusión, juntando cosas que, antes de él, no tenían nada que ver, como la tradición italiana con la alemana. Por no hablar de Mahler... La fusión no es un invento de nuestros días.

También se ocupa de casos como el de Kurt Weill.
Al principio los intelectuales alemanes lo vieron como novedoso, se dieron cuenta de que, pese a ser popular, tenía muchos niveles de lectura. Pero, más tarde, bajó la valoración de su obra. Hay muy poca continuidad en la línea que él inició, esa interesantísima mezcla de sonidos clásicos y populares quedó absolutamente truncada. Tras la segunda guerra mundial, los alemanes buscaban una música lo más alejada posible de Hitler. Me pregunto por qué no recuperaron entonces toda la riqueza de estos compositores de la República de Weimar. No lo sé, el caso es que lo que se impuso fue la vanguardia.

No aparecen muchos españoles...

Algunos sí, hombre. Hablo de Manuel de Falla, uno de los compositores importantes del siglo XX, que, junto a Bartók, el joven Stravinsky o Ravel, supo integrar la tradición folk en la clásica, sin pedir disculpas a nadie por ello. La música de los manantiales, las fuentes y la naturaleza frente al cosmopolitismo.

Nuestra visión de la música clásica suele ser eurocéntrica, pero usted se detiene mucho en los estados Unidos: Gershwin, Philip Glass...
Me caía más cerca. Tenía mucho más a mano el material, los desplazamientos a la biblioteca y las entrevistas resultaban más sencillos... Posiblemente tenga usted razón: no puedo probar que estos nombres tengan la misma importancia que otros y en realidad acepto que haya gente que no los encuentre interesantes.

¿Hay progreso en el arte?

Tengo sentimientos encontrados. Es necesario que los compositores, cuando trabajan, no sientan que están aplicando una fórmula sino que crean algo nuevo. Por eso nos es útil la retórica del progreso, porque el ser humano la necesita para avanzar. Sin embargo, la gran música de Sibelius y Shostakovich parece provenir directamente del pasado, por lo que tal vez la idea de progreso sea, en el fondo, ilusoria.

Supongo que le ha sido difícil encontrar el punto de equilibrio entre la erudición y los jugosos detalles de cotilleo que afloran de vez en cuando...
Beethoven y Brahms están hoy en un pedestal, pero también fueron seres humanos, no divinos, gente como usted y como yo. Yo he dejado de lado la idolatría, tanto en los autores muertos como en los vivos.

¿A qué eventos musicales recomienda ir?

Para no parecerle tan obsesionado con los EE.UU, le diré que a los Proms londinenses... y a Helsinki, que se ha convertido en un centro donde suceden cosas muy interesantes.

También se ocupa de músicos de jazz e incluso de Bob Dylan...
Yo antes veía a Bob Dylan como un hippie decrépito y poco interesante. Pero, hace muchos años, un amigo, en Berlín, me lo hizo escuchar bien y enloquecí: me compré todos sus discos y asistí a todos sus conciertos. Aquella fiebre ya se ha apaciguado pero me sigue interesando, sobre todo, cómo en él toda la estructura musical está vinculada a una realidad literaria, de tal modo que resulta difícil separar al poeta del músico. Yo lo comparo con Wagner, que escribió todos sus libretos junto a la música. En ambos, sin la letra, la música se vuelve mucho menos interesante. Es al unir ambas cosas cuando surge toda la fuerza. Esos poemas, solos, parecen apagados, necesitan las armonías musicales.

Usted ejerce la crítica en la revista The New Yorker. ¿Cuál es el papel de los medios de comunicación?
Los críticos deben apoyar a los compositores con talento, especialmente a los jóvenes y a la nueva música. A veces hay que tener el valor de entrar en conflicto con los propios lectores, a mí me sucede de vez en cuando en Nueva York. Me recriminan, por ejemplo, que no escriba más de Beethoven. La gran ventaja de The New Yorker –tal vez una de las claves de su éxito– es que te permiten escribir artículos largos, e incluir así determinados detalles que suelen perderse en los comentarios breves de otros medios. El problema es que, en EE.UU, están cerrando varios diarios y los críticos se quedan sin trabajo. Ojalá se reinvente el oficio en Internet pero da miedo, porque la red es gratis y el crítico tiene que vivir de algo. En mi blog, por ejemplo, introduzco ejemplos sonoros de los temas que comento en los artículos, o amplío cosas de los capítulos del libro. Es un trabajo complicado y nadie me paga por ello pero me hace feliz.

¿Qué música tiene en su iPod?

El 75% es música clásica. El resto, muy variado: Radiohead, Pavement, Dylan, Björk, Justin Timberlake, Sonic Youth...

XAVI AYÉN | Bogotá | La Vanguardia